jueves, 9 de diciembre de 2010

La periodista Amalia Eizayaga y una mirada "desde arriba"





La vida desde arriba

SAN SALVADOR DE JUJUY.- Hace siete años elegí Jujuy para vivir. Vine aquí desde Buenos Aires, atraída por un amor, mi amor, y la expectativa de disfrutar de una vida más tranquila que la porteña. Jujuy se veía como un lugar donde formar una familia y poder, en los hechos, compartir tiempo en común.

Unos meses antes de mi llegada a esta bella provincia, un matrimonio de amigos escritores me invitó a su casa a almorzar. Allí me contaron su experiencia de venir de lejos y de elegir el interior, en lugar de la “gran urbe”. Me hablaron de una tierra que los cobijó y les permitió crecer y ver crecer a sus hijos. Pero me hablaron también de los mitos, de las dificultades; me previnieron de algunas rencillas pueblerinas y de que nunca perdería, para los demás, mi condición de “extranjera“ en mi propio país. Fue un encuentro que selló de alguna manera mi vida en esta ciudad y que demarcó un punto de vista que aún hoy perdura cuando me veo a mí misma circulando por las calles de un distrito en el que no nací.

“La vida acá se ve como desde arriba”, me dijo ella ese día, acompañando la frase con un gesto de su mano, cuando habíamos vuelto de su casa a la ciudad y caminábamos por la calle Belgrano, la principal. Ella sonrió con ganas y yo la imité como en un acto reflejo. Inmediatamente me propuse recordar aquella frase aparentemente inocente porque, intuía, tendría sentido para mí, más adelante. Claramente no hacía semejante declaración porque creyera que los demás, allá “abajo“, eran pobres mortales mientras ella gozaba de un estado de superioridad del pensamiento, me pareció. No era su estilo. Con el tiempo me di cuenta de que se trataba, sin dudarlo, de una experiencia geográfica, en la que las palabras habían sido atravesadas por el lugar de residencia y la altura sobre el nivel del mar, como si el mundo no fuera redondo sino plano y estuviera -mágicamente- de pie. Como estamos los humanos.

Mirar “desde arriba” era -o es para mí, hoy- ir desde el Norte hacia el Sur, desde el interior del país a la capital, quizás; era -o es- poner al lugar no observado por otros lugares en el rol del observador puro. Era también mirar desde las elecciones personalísimas de qué sería lo importante y qué perdería relevancia a lo largo de los años. Todo, marcado por la geografía. Desde aquí los días se veían más simples, había otros tiempos; la vida que alguna vez ellos y yo habíamos vivido en la “gran ciudad”, donde pasamos nuestra infancia sin conocernos, donde la cultura y la inseguridad convivían y aún hoy conviven naturalmente, tenía otros apremios.

San Salvador de Jujuy comenzó a ser, entonces, una experiencia rara. Mis primeros contactos con la ciudad fueron contradictorios. Amaba las afueras, la Quebrada, la Puna y todo lo que había recorrido -unos muchos kilómetros- antes de elegirla. Amaba la cercanía de todo y que, en apenas unas pocas cuadras, pudiera resolver cuestiones tan básicas como los pagos, las compras, los trámites, los cafés. Pero me molestaba chocarme con la gente por las veredas estrechas, la basura tirada, los olores evitables, los paisajes desaprovechados, los peatones irresponsables y los automovilistas desaprensivos. Me sorprendía que muchos me reconocieran por la calle apenas llegada. Me molestaba la falta de anonimato; era para mí extraño salir a comer y ver que, en la mesa de al lado, y en la otra, y en la otra, muchos sabrían de mí. Añoraba -qué ilógico, pienso ahora- ser una más en el montón como me sucedía en esos bares porteños que visitaba casi a diario. Me dolía -y aún duele- la pobreza, en su interpelación permanente.

Al llegar intenté zambullirme en la literatura local. Así dí con una frase del escritor Raúl Galán, citada en reiteradas ocasiones por Héctor Tizón que transcribo en forma libre: en Jujuy, los pecados capitales los vemos caminar por la calle y tienen nombre y apellido. Sonreí cuando la leí. Lloré cuando descubrí su verdad universal.

Tengo ya tres hijos que nacieron aquí; la mayor de ellas, un 23 de agosto, fecha que, para mí, se convirtió en una señal de jujeñidad futura.

Me sigo preguntando de qué se trata aquella idea de “mirar desde arriba” que aún da vueltas por mi cabeza. Hoy, a siete años de haberme radicado aquí, creo que ese mirar es una oportunidad de no dar nada por sentado. Nacer en un lugar no implica asegurarse el futuro; elegir ese lugar, tampoco. De nada sirve que pasen los días si uno no puede tomar distancia de sí mismo y, desde otro lugar, mirarse, observarse a uno mismo y a su entorno. Y tomar decisiones.

Confieso que muchas de aquellas cosas que antes me molestaban de Jujuy hoy me encantan. La principal, creo yo, es saludar gente por la calle y tener la posibilidad de circular reconociendo a otros y que me reconozcan y armar rompecabezas con historias de carne y hueso. No tener nada que ocultar y poder mostrarme tal cual soy, con mis aciertos y enormes desaciertos. Pero sabiendo que puedo “mirar desde arriba”, es decir, que puedo despegarme de mí misma y cuestionar mi forma de vida y la de la ciudad que elegí como propia, con el solo fin de buscar una vida más plena. La geografía y la altura me invitan a hacerlo.

Agradecemos a Amalia Eizayaga este conmovedor y sutil artículo para nuestro blog.

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