viernes, 4 de marzo de 2011

Colabora hoy, la escritora Perla Suez


LA PASAJERA
Perla Suez





El río era todo el tiempo, todo...
Todo nacía de él, o venía a él......
Juan L. Ortiz
Acto I






La vieja que camina con paso rápido y firme tiene sesenta y siete años; y pertenece a un mundo que ya no existe. Es alta, el cuerpo huesudo, lleva erguida la cabeza, el pelo corto. En una mano lleva un bolso y en la otra la cartera. Mira la calle desierta y camina en dirección al río.
El cielo está blanco. El empedrado, mojado. Una extraña calma roza la costanera.
La vieja se detiene, vacila, y mira unas calabazas que están colgadas de las ramas de un ceibo y se mueven con el viento.
Se dirige al muelle donde están las lanchas que cruzan pasajeros a las islas.
Tiene tiempo de sobra.








Mi nombre es Tránsito, el mes pasado cumplí sesenta y siete años, y soy la persona a quien la señora confió su casa durante más de cuarenta años. La mansión que hizo construir su marido, está en lo alto, al borde de la barranca. Desde allí se ve el río.
Hace un rato volvimos del entierro de mi patrón y todavía escucho sus pasos resonando como si estuviera aquí. Lo veo flaco, con su uniforme y esos ojos de pájaro controlando todo. El aire huele a flores de velorio.

No puedo quedarme quieta. Ando por la casa con esta opresión que tengo en el pecho y pesa como una piedra. Doy vueltas sin encontrar qué hacer. Tengo un zumbido en la cabeza. Las paredes están frías. El piso de madera chirria. Lo peor ya ocurrió: el señor murió.


La señora descansa en su pieza. Hace años que no sale de la casa y hoy tuvo que salir a la fuerza.








La casa está aislada.
Sus dueños trajeron de Europa los planos copiados de un château que vieron en el sur de Francia. Los gobelinos, la chaise longue y el mullido bergère, entre otros muebles, también llegaron en barco.
De Italia, la fuente de mármol de Carrara que hay en el jardín llena de peces colorados.



Mi hermana, Lucía, vive conmigo, es una buena cocinera, limpia y atenta. A lo largo de los años aprendió a moverse en silencio, con calma; casi como si fuera imposible adivinar qué piensa.
Ella tiene otro modo de ver las cosas. No se preocupa por lo que pueda ocurrir, vive sin hacerse problemas. Ojalá yo fuera así. Pero no. Yo no me conformo, quiero otra cosa para mí.
Cuando vivíamos en la isla la picó una vinchuca y por eso sufre del corazón y a veces anda adormecida y desde entonces que tiemblo de pensar que se muere. Después dicen que no hay vinchucas en el Delta.
Siempre pienso que tenemos que estar preparadas para el día en que una de las dos falte. Estuve tantos años al lado suyo, torturándome con su enfermedad, con qué va a ser de mí si ella se muere, adónde voy a ir sin Lucía, pero una nunca sabe. Hace un tiempo que ando con miedo a la muerte porque me parece que se la quiere llevar.



La vieja entra a la cocina y le dice a la cocinera,
Tengo sed.
Lucía agarra un vaso, lo llena con agua de la canilla y se lo pone sobre la mesa.
La vieja toma el agua de un solo trago; cuando termina, respira con alivio. Se sienta de espaldas a su hermana, frente a la puerta abierta de la cocina que da al jardín, se queda mirando la fuente de mármol rodeada de cipreses y le dice,


Tuve un sueño, hermana.
Lucía lava el arroz y la escucha.
Jugábamos en el monte con Beatriz detrás del rancho y te vi que le decías un secreto al oído, tu cara no era tu cara, y Beatriz me miró con los ojos grandes, se tapó la boca y vos te reíste. Yo te pedí que me contaras, a mí también, pero dijiste que no y las dos salieron corriendo.



La vieja se pone de pie y le dice a la hermana que tiene que volver con la señora.
Lucía le pregunta,
¿Querés que me quede un rato con ella?
Si te necesito te llamo.
La vieja sale de la cocina.
Lucía se da vuelta, la mira irse y piensa en esa tarde cuando jugaban detrás del rancho con Beatriz, y ella le dijo al oído algo que prometió a su madre no repetir.


La puerta de la pieza se abre y Tránsito entra con una bandeja en las manos. La señora está acostada en la cama, boca arriba, tiene los ojos cerrados. Dice, con voz ronca, que deje la pastilla y el jugo de naranja en la mesita y que al salir cierre la puerta.
La sirvienta escucha un zumbido sordo que le golpea los oídos y se abalanza sobre la señora, le tapa la cabeza con la almohada y se la aplasta contra la cara. La señora gruñe, patalea, se defiende con las manos, con las uñas.
Tránsito no escucha nada. No piensa en nada. Concentra sus fuerzas en los brazos y sigue empujando la almohada, aprieta un rato hasta que el cuerpo se afloja y queda quieto. Los huesos y los músculos de la señora se van soltando despacio.
Tránsito saca la almohada y ve que la patrona tiene los ojos abiertos, la boca también, como si fuera a decirle algo. Un brazo le cuelga casi hasta el suelo.
La sirvienta la endereza y le apoya la cabeza sobre el respaldo de la cama.
Murmura,
Me costó hacerla callar.
Deja alineadas las pantuflas de la muerta a los pies de la cama y sale.
Baja al comedor, saca del revistero un Para ti, se sienta con la revista, la hojea; los ojos le pesan y al cerrarlos, a ella, a Tránsito, le parece que por un momento, no está más en el sillón.



El señor dirigió una flota de barcos pero ha muerto solo como un perro. En el último tiempo pesaba treinta y dos kilos. Dicen que uno se va como vino y que irse dura un momento; no estoy tan segura de eso, quizás se pueda volver por otro camino.
La señora me encajó el cuidado del patrón y eso fue demasiado. Yo pensaba, una vieja como yo no puede hacerse cargo de un moribundo, mucho esfuerzo, no daba más. Rogaba, Dios mío, que se vaya de una vez. Y él no se terminaba de morir.



Me desperté, con la boca seca, sentada en el sillón del comedor, el Para Ti en las manos, y vi en la pared al señor y la señora y toda la familia estaba colgada allí, fija, mirándome en ese cuadro.
Sentí vergüenza.


Dejo todo en orden. No debo nada.
Al fin voy a escaparme de este encierro.
Debería ir a que me corten el pelo y me tiñan las raíces. No puedo volver con esta cabeza.


Al rato la vieja sale por la puerta principal. Baja por el empedrado y camina en dirección al río.
Va hacia el embarcadero que está a trecientos metros de la casa. En una mano lleva un bolso y en la otra la cartera. Del cuello le cuelgan las llaves de la casa y una bolsita de franela gris.
Avanza. Llega al muelle donde están las lanchas que cruzan a las islas. Se acerca a la ventanilla con paso firme, piensa que al fin puede decidir qué hacer. Abre la cartera, saca el dinero y cuando va a pagar el pasaje se arrepiente y regresa a la casa.

Para leer un poco más: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-10726-2008-07-25.html
http://www.cuentomilibro.com/la-pasajera/47
http://oficinadeletras.com.ar/2010/07/perla-suez/

¡Agradecemos a Perla Suez su colaboración con nuestro blog!

2 comentarios:

  1. Está muy lindo este texto. Espero conseguir el libro para poder leerlo completo.

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  2. Está en las librerías y también se puede encargar a través del servicio al cliente de Cúspide y pagar contra-rembolso.

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